Juntos disfrutamos mucho de la playa, particularmente creo que el mar tiene mucho para enseñarnos porque el mar es como la vida.
Libre, impredecible, a veces calma, a veces tormenta.
Y eso es lo que quiero enseñarle a mis hijos: que no se conforme con ser obediente, ni que le tema al caos, ni que viva una vida metida en una cajita ordenada por otros.
Porque, seamos honestos…
¿De qué sirve criar hijos obedientes si no son libres?
¿De qué sirve tener hijos que siguen instrucciones al pie de la letra, si no tienen el coraje de pensar, de soñar, de decidir por sí mismos?
No quiero un hijo que repita lo que le digan.
Quiero un hijo que cuestione.
Que dude.
Que sueñe.
Que se pierda y vuelva a encontrarse.
Que sepa que la libertad es el mayor regalo que puede tener.
Que su vida no le pertenece a un sistema, a un jefe, a un colegio, a una sociedad que le dice cómo vivir.
Su vida es suya.
Por eso, como padres, no podemos educar para la obediencia ciega.
Tenemos que educar para la libertad.
Y eso empieza por nosotros:
Por dejar de vivir en piloto automático.
Por apagar el miedo.
Por tomar decisiones valientes, aunque sean incómodas.
Por crear un hogar donde nuestros hijos vean que sí se puede vivir diferente.
No es fácil.
Pero es la única forma de criar hijos libres.
No perfectos, no encajados en un molde…
Sino libres.
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Ahí empieza el viaje.
Porque no estamos aquí para criar hijos obedientes.
Estamos aquí para criar hijos que vuelen.